El templo es una obra de características y hermosura muy marcadas, en él supo dejar su arte y su laboriosidad el Maestro Manuel García de Soar. Ocupa esta fábrica unos 220 metros cuadrados, su estilo es neoclásico, de planta poligonal con hermoso pórtico a la entrada, flanqueado por esbeltas columnas de orden toscano, sosteniendo sencillo frontón formado por clásico y bien trazado cornisamento; en el centro se halla el reloj que desde este faro espiritual marca los afanes de las gentes del valle del antiguo e histórico Coto de Amil.
Sigue luego el original monumento, bien labrados sus muros de líneas perfectas formado por ocho lienzos de gran altura, flanqueados al interior por tres puertas, la principal de doble vano y dos laterales. Al fondo del quinto lado, la Sacristía, no muy espaciosa, del mismo tiempo de la obra, de planta cuadrangular, a la que se pasa por detrás del altar mayor, el original conjunto se remata con una hermosísima cúpula, cuyo cierre se verificó en 1868. Sobre ella y al sólo objeto de embellecerla, se muestra un pequeño cupulín, sin luces ni otros adornos, obra del rector D. José Benito Ferro.
Coronan al exterior los ocho lados del polígono, atrevida imposta de líneas regulares, barroca balconada, toda de granito, y esbeltos y bien trazados pináculos, que dan al conjunto un tipismo y belleza extraordinarios, al modo de la Peregrina de Pontevedra.
Sobre la fachada se levanta la graciosa traza de la torre-campanario, de líneas clásicas y tres cuerpos divididos por sendas cornisas; remata el primero en cuatro sencillos pináculos y el mismo número de arcos en los que se hallan las campanas. El segundo, calado por ocho arquillos, sobre los que corre sencillo bocelón del que arranca el último cuerpo, un cupulín poligonal, rematando en alto y bien moldurado pináculo que corona cruz de hierro. A ambos lados de la torre dan esbeltez y elegancia al conjunto dos sencillos pináculos que a su vez rematan el frontis.
Este conjunto arquitectónico se levanta sobre aquella meseta castreña de «A Chan», con robles, acacias, camelios y otras especies que prestan al gran campo del santuario una hermosura no común, y a cuyos pies se tien¬de espléndidamente bello, con sus prados verdegueantes, sus altozanos ocultos entre las frondosidades de milenarios bosques, sus cautivadoras huertas y alegres riachuelos, el tantas veces ponderado valle de Moraña.